Descripción
Por alguna razón desde muy temprano sentí la urgencia de decir, de poner nombre y letra a desazones y encantamientos que no parecían quedar recogidos en el discurso común, el que se habla todos los días. También sentí muy pronto satisfacción con las marcas sonoras que portan las palabras más allá de su sentido o su poder de comunicar, de explicar o de informar. Cercana a la onomatopeya o al grito esa materialidad sonora
proporcionaba a mi oído y a mi garganta sensaciones acariciantes o desgarradoras de una particular calidad que sólo parecían comparables a las que aporta la voz humana cuando canta. Después, en su momento, descubrí la poesía escrita y con ella el instrumento para dar un espacio adecuado a esas urgencias y esas sensaciones en mi mundo personal.
En resumen, en mi caso la necesidad de escribir poemas creo que está directamente vinculada a esta peculiaridad de mi experiencia con la palabra. Porque un poema es la cristalización de una experiencia que exige al poeta para ser dicha. Pero no hay poeta sin esa otra experiencia, previa e inaugural, de un estado de decir que ya está escrito dentro.
A mi modo de ver el enigma de la creación sólo se entiende si se acepta la caprichosa intromisión en el escenario que conforma un destino singular, de una vivencia de palabra (cuando aún el acceso a una palabra propia no existe) que viene a infiltrarse en el cortejo de las hadas madrinas, convocando alrededor de esta singular cuna, la embriaguez de las imágenes y el gusto por la metáfora.
Quizás por eso resulta tan difícil empadronar al poeta. Pero él tiene su país que no es esa tierra de visiones y espejismos, ese país incógnito que sólo se puede soñar. “Y soñar es un mal” nos avisa Rubén Darío. No, el país del poeta, su tierra de residencia, es ese terreno sólido, real, rico y hospitalario que procura el lenguaje.
Año: 2020
Páginas: 84
Editorial: LOS LIBROS DE ESTRAPERLO